-
Yo soy el maestro de la realeza,
y sólo enseño los secretos del arco al hijo del rey. Ahora vete de mi lado vasalla.
La niña, sin perder su entusiasmo ni la
admiración que sentía hacia el célebre maestro, se marcha a su casa determinada a ser su alumno y aprender de él.
El tiempo pasó, y llegó la competencia de
arco que desde antaño se venía celebrando cada diez años.
Al evento llegaban arqueros de todos los
rincones del reino, incluso hasta de tierras extrajeras venían. Todos atraídos
y ávidos por una sola cosa, llevarse el premio ganador: cien lingotes de oro grabados
con las insignias del rey y, entregados por su mismísima majestad.
Con miles de participantes la competencia
duró meses. Las semanas pasaron, y uno por uno se fueron eliminando los arqueros
hasta quedar los dos mejores.
En el último día de verano se dieron a
conocer los dos finalistas. Uno de ellos era el hijo del rey, y el otro, una joven desconocida de la misma edad del príncipe.
Para la prueba final, que consistía en un
recorrido improbable entre árboles y un denso sotobosque hasta alcanzar una diana
oculta a la vista y, la cual se mecía con el viento colgada de una liana, estaban presentes el rey y todo su séquito.
Entre la comitiva real se encontraba el maestro, altivo por la destreza de su aprendiz. Toda la corte aguardaba con ansias para completar las formalidades de la competencia y poder celebrar la victoria de su pupilo.
Entre la comitiva real se encontraba el maestro, altivo por la destreza de su aprendiz. Toda la corte aguardaba con ansias para completar las formalidades de la competencia y poder celebrar la victoria de su pupilo.
Llegó la hora. Ambos arqueros, con los
ojos vendados como lo requería la prueba final, estaban en sus posiciones. El
juez de marca hizo sonar su cuerno, y las dos flechas salieron volando.
Ambas flechas danzaban juntas en el aire, esquivando sinuosamente los arboles y las enredaderas. La audiencia entera estaba perpleja,
y el jactancioso maestro se fue poniendo pálido bajo la mirada furiosa del rey.
Ante el asombro de todos y, a tan sólo
metros de la diana, en una maniobra
insólita la flecha de la joven desconocida atraviesa la del príncipe, destrozándola
en mil pedazos y dando en el blanco.
El rey salta impetuoso de su trono, a la
vez que el maestro colérico e incrédulo interroga a la joven ganadora.
-
¿Quién eres, y quién te ha
enseñado mis trucos y secretos?
La joven respetuosamente responde:
-
Ud. Señor. Llevo diez años
estudiando bajo su generosa tutela.
El rey lleno de ira por la respuesta de la joven, desenfunda su espada y la lleva al cuello del maestro. La guardia real
lo arrodillan ante su majestad y éste le exige una aclaratoria.
-
¿Explícame por qué me has
traicionado a mi y a mi familia, humillando a mi hijo enfrente de todos?
-
Su señoría juro que nunca he
visto a esta plebeya en mi vida, y que jamás ha sido mi alumna. Sólo al príncipe le he
enseñado mis secretos.
La joven viendo el peligro de
la situación, interviene a fin de calmar el ambiente.
-
Su majestad permítame
explicarle:
Cuando tenía apenas
cinco años vi al maestro en el mercado de mi aldea. Su fama era legendaria, y
yo siendo desde pequeña una amante del tiro con arco, me armé de valor y le pedí
que me enseñara, naturalmente el se negó.
Pero esa tarde al llegar a
mi casa, construí un altar en su nombre, y con barro esculpí una estatua a su
imagen. Cada día por los próximos diez años le llevaba ofrendas: trigo, flores, y agua y, le pedía que me guiara en mi práctica y me revelara los secretos de
su arte.
Dicho esto, la joven mira al rey directo a los ojos.
-
El no le miente ni yo
tampoco. La verdad es esquiva, y ante la luz todos somos sombras.
El monarca bajó su espada. El príncipe
abrazo a su contrincante. El maestro con la bendición del soberano, anunció la
apertura de su nueva escuela gratuita para todos los aficionados al tiro con
arco. Y el pueblo celebró el fin de una tradición secreta bailando y cantando
durante nueve días... el conocimiento no tiene dueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario